domingo, 20 de diciembre de 2015

La Historia siempre la han escrito los vencedores.

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La historia siempre la han escrito los vencedores. No hay que darle demasiadas vueltas al argumento: el que sobrevive cuenta su versión y perdura. Lejos de la visión romántica que nos pueda arrojar la terrible épica de la Segunda Guerra Mundial,  manifestada  en la lucha del bien contra el mal; de la libertad contra el totalitarismo o simplemente la de buenos contra malos, se esconde el enfrentamiento de la ambición expansionista económica de dos partes del mundo, o de dos formas de entender dicho crecimiento. 

Situémonos en un punto intermedio de este conflicto:  por ejemplo, el ataque a Pearl Harbor   (base naval norteamericana en Hawai), el 7 de diciembre de 1941, por parte de las fuerzas imperiales de Japón. ¿Fue el día de la infamia como diría el trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos de América,  Franklin D. Roosevelt?, tal y como recoge el Archivo Nacional norteamericano.



Todo apunta a que Roosevelt se refería a que el ataque se produjo sin una declaración previa de guerra. Algo que Japón niega y que en cualquier caso es una mera anécdota si se analiza la magnitud de un conflicto que acabó con el lanzamiento de dos bombas atómicas: Hiroshima y Nagasaki, los días 6 y 9  de agosto de 1945, respectivamente.
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En líneas generales, nos encontramos en 1941 con medio mundo en guerra. Estados Unidos se mantenía en una aparente neutralidad en un mundo expansionista. Apoyaba con suministros a Inglaterra, vendía armas a Rusia e intentaba frenar el despliegue de Japón por su zona de influencia, donde los nipones buscaban  materias primas en las antiguas colonias europeas e incluso invadían parte de China.

 Actos que siempre fueron contestados desde Washington con medidas diplomáticas, amenazas armadas y embargos económicos que trastocaban los planes de un imperio que acabaría aliándose con Alemania e Italia para repartirse todo el pastel posible.


Tendríamos que remontarnos con profundidad a las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y la fiebre de modernización e industrialización que sufrió Japón para entender con exactitud el porqué de Pearl Harbor.
¿Pero qué esperaba el Imperio de Japón, ya alineado formalmente con Alemania e Italia, de un ataque de este tipo? ¿Era un ataque preventivo para reforzar las corrientes no beligerantes que imperaban en Estados Unidos en aquellos momentos?

 Hay que recordar que el país seguía padeciendo las consecuencias de la crisis del 29, con un notable paro y que la segregación racial (negros y etnias autótonas) era institucional. ¿Era Estados Unidos realmente el baluarte de la democracia y el  alter ego de la Alemania Nazi? Discutible, cuanto menos, sobre todo porque tanto el presidente Roosevelt, como el secretario de Estado Hull, se opusieron a una resolución del Congreso pidiendo al gobierno alemán la restauración de los derechos de los judíos, en 1934.

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Lejos de los paralelismos, hay evidencias que son palpables y que desde el punto de vista económico decantaban, al menos sobre el papel, la victoria del lado norteamericano sin que hubiese caído una sola bomba en Hawai: en 1941 el PIB de Japón era la quinta parte del estadounidense. Aunque en la cuenta global las diferencias se disipaban al cincuenta por ciento, si se sumaban los de sus aliados. La previsión nipona se basaba en una guerra corta y que los estadounidenses redoblarían sus esfuerzos para  conseguir que Inglaterra no sucumbiera ante el empuje alemán, lo que dejaría a Estados Unidos cercado prácticamente, con Japón a su espalda y la Europa Nazi cortándole la conexión con el Viejo Continente. Gran error de cálculo.


Perl Harbor sólo era el inicio de una ofensiva destinada a desalojar a todas las fuerzas británicas y estadounidenses del pacífico Sur: Filipinas, Tailandia, Birmani, Hon Kong, las islas de Wake y de Guan, las Indias Orientales Holandesas. Un ambicioso plan en el que ni si quiera Yamamoto (almirante y comandante jefe de la Flota Combinada de la Armada Imperial Japonesa durante al Segunda Guerra Mundial) creía a ciencia cierta: 

"Durante los primeros seis o doce meses de guerra contra los Estados Unidos y Gran Bretaña, causaré estragos en todos sus flancos y conquistaré una victoria tras otra" pronosticó. "Después... no tengo esperanzas de ganar"

Estas palabras de Yamamoto son extraidas de la obra de Beevor Antony; La Segunda Guerra Mundial (The Second World War) 2014. 


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A Yamamoto se le atribuye la frase “hemos despertado al gigante”, pero en ningún caso parece verídica. Lo que sí es constatable es que Estados Unidos asumió su rol expansionista y puso toda su maquinaria en marcha para conservar su ámbito de influencia en el Pacífico y, de paso, en el resto del mundo, resolviendo, de golpe, un buen número de problemas de su economía interna.
Los norteamericanos, se impregnaron de un sentimiento patriótico que se transformó en un crecimiento exponencial de su economía: en 1943, dos terceras partes del presupuesto federal estaba destinado a la industria de guerra. Estados Unidos pasó de un presupuesto de 9.4 billones en 1939 a uno de 95.2 billones en 1945.



El desarrollo industrial conseguido por Estado Unidos durante este periodo propició, en buena medida, su hegemonía hasta nuestros días, puesto que se convirtió en el gran proveedor de lo que durante buena parte del siglo XX se conoció como el mundo Occidental, enfrentado a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y sus satélites. Dos mundos, en  definitiva, como los que se confrontaron en la Segunda Guerra Mundial.

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